POR: HUMBERTO APARICIO NAVIA

BRIGADIER GENERAL (H)

… Era la década de los años 80, la suerte estaba echada, no había tiempo para mirar atrás, un futuro promisorio se avizoraba a los pies de la otrora colonia penal en la que ahora Dios había plantado sus reales en el incognito paraje al cubrir con su manto sagrado la inmensa dehesa.
Los campos de verde vestidos florecían en aquel remanso, se imponía el afán de la prosperidad.
A la alborada de cada día las voces de los internos elevaban al cielo una plegaria, la oración patria rompía el silencio matutino, se izaba la tremolante bandera tricolor a los acordes del himno nacional, símbolo que flameaba hasta caer la tarde que se moría entre sombras.
La tierra agradecida ofrecía sus entrañas de madre prolífica, el astro rey desde la cresta de las montañas lanzaba sus rayos llenando de luz la inmensidad celeste, las nubes viajeras dejaban caer el roció vivificante sobre jardines y el labrantío, las aves regalaban sus trinos montaraces.
En las noches la luna y las estrellas se asomaban para acariciar con su lumbre al soñado oasis de paz, un enjambre de grillos arrullaba con su serenata el apacible descanso de quienes quedamente dormitaban, mientras las chicharras en el día no cesaban de cantar alabanzas a la vida.
La reforma fue acogida por unanimidad hasta provocar una ola de entusiasmo dando sentido al existir, constituyéndose esta en autentica forja de amor.
La policía montada, la guardia y los internos se fundieron en un monolítico cuerpo, al unísono cual formidable legión servían con denuedo a noble y bella causa: La justicia, nada ni nadie osaba detenerlos.
La diana se dejaba oír a las 06:00 de la mañana y la recogida tras largas y duras jornadas a las 06:00 P.M.

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