Autor: Teniente Coronel Alvaro E. Gómez D.
Administrador Policial

De las mejores experiencias de vida que podré sacar de la pandemia, está la reciente
oportunidad que, por vía de un querido amigo pariente o pariente amigo, se me dio para
ser parte de un maravilloso taller de escritura, que, por la inigualable calidad de sus
profesores, pero además por la diversidad y riqueza intelectual de los compañeros, de
verdad que enriquece el espíritu.

Tengo claro que nunca seré un buen escritor, pero al menos me seguiré esforzando para
traducir mis ideas y experiencias profesionales de la mejor forma posible, con el
indeclinable propósito de ayudar a construir una mejor sociedad, desde nuestra Policía,
sobre todo en estos tiempos tan convulsionados que llevan a unos y otros solo a ver sus
propias realidades, sin reconocer los hechos.

En la primera sesión a la que tuve la oportunidad de asistir, la charla sobre la invención
del lenguaje fue fabulosa. Al intentar entender la forma cómo el lenguaje influye en
nuestras acciones, o si son nuestras acciones las que marcan nuestro lenguaje, se me
vino a la mente un reciente y muy lamentable caso de policía ocurrido en Pensilvania,
Caldas, en donde fue necesario trasladar a los 16 policías asignados a ese municipio,
porque perdieron todo el respeto de su comunidad.

La razón de dicha decisión se basó en el justo reclamo de un ciudadano ante lo que lucía
como un claro desafuero en el comportamiento de algunos policías, quienes en plena
cuarentena y bajo ley seca (prohibición de la ingesta de licor), se dirigieron ante dicho
ciudadano con improperios verbales de tal calibre, que el madrazo que le lanzaron fue
lo más suave en comparación a la expresión que lo tildó de “gonorrea”.

Más allá del comportamiento de por sí cuestionable y totalmente reprochable por parte
de los policías, que debería ser por lo menos motivo para una severa sanción
disciplinaria, lo que vemos aún más grave en sí mismo es el lenguaje utilizado por estos.
Lenguaje que lamentablemente se ha venido apropiando del diario vivir en la sociedad
colombiana, en estado de sobriedad o de embriaguez y en todos los estratos sociales, y
del cual nuestra institución no es ajena, pero que, por formación y ética de nuestros
hombres, deberíamos ser el fiel de la balanza moral que marcara las diferencias.

Es sabido que la vía para deshumanizar al otro pasa por la forma de referirse a él. Un ser
humano paulatinamente deja de serlo, cuando no se le ve como tal, sino cuando por
ejemplo se lo asimila a una enfermedad venérea, como una “gonorrea”, enfermedad
que cómo tal, debe combatirse hasta su total aniquilamiento con antibióticos. Igual pasa
cuándo se trata al otro como a una “cucaracha”, o cualquier otro tipo de insecto
despreciable, así se hace más fácil su aniquilamiento.


En el ámbito de “lo Policial”, la razón de ser del policía es el ciudadano, sujeto de
derechos y deberes, con quien debe interactuar diaria y de manera cercana, ciudadano
que puede llegar a ser infractor de normas menores y que en el peor de los casos al
violar la ley puede convertirse en un delincuente.


Pero aun en ese caso, nuestro código de ética dice que “seré inflexible pero justo con
los delincuentes y haré observar las leyes en forma cortés y adecuada, sin temores ni
favores, sin malicia o mala voluntad, sin emplear violencia o fuerza innecesaria y sin
aceptar jamás recompensas”. Aún frente a las conductas delictivas más despreciables,
“los sentimientos, prejuicios, animosidades o amistades” no pueden influir en nuestras
decisiones. El odio y venganza están vedados para un policía, su ética profesional debe
estar por encima de ellos.


Es por ello por lo que no se entiende cómo la educación recibida en el hogar y la
formación en nuestras escuelas de policía, sean tan pronto y fácilmente obnubiladas por
el lenguaje más sórdido de la calle; ¿o es así cómo nuestros policías se comunican con
sus seres queridos?


Algo no está funcionando bien cuando no hay un liderazgo institucional que advierta y
corrija dichas desviaciones del lenguaje y líderes somos todos, desde el más joven de los
patrulleros al más viejo de los generales. Cuando ese tipo de lenguaje distorsiona las
relaciones entre compañeros, se han torcido totalmente los valores que deben inspirar
nuestra vocación y nuestra profesión, nuestra “obligación fundamental de servir a la
sociedad”…”defender al inocente del engaño, a los débiles de la opresión y la
intimidación”.


Para algunos resultará ingenuo, utópico y hasta ridículo el título de este escrito,
pretender en un país tan violento como Colombia contar con mejores policías gracias a
la poesía. Pero es que “lo cortés no quita lo valiente”, y ser un policía valiente no supone
expresarse con un lenguaje ruin y despreciable. El valor de nuestros policías radica en
su vocación y convicción de servicio por los demás, al punto de estar dispuestos a dar su
vida por los demás.


Una de las grandes transformaciones que hoy en día demanda nuestra sociedad, pasa
por ahí, por detalles tan sencillos, pero tan profundos como nuestra forma de hablar,
que inspire el respeto de los demás, que atempere los ánimos, que nos de la legitimidad
propia del que sabe que sus policías no solo actúan en derecho sino con el
discernimiento para hacer lo correcto.


Para que “seamos hijos de las palabras y no sus padres”, necesitamos enaltecer nuestros
cerebros con un lenguaje de altura, más poético, que fomente el respeto mutuo y
atempere los ánimos en una sociedad tan, pero tan polarizada, presa de dogmatismos y
de adjetivos reduccionistas que solo invitan al caos y a la desinstitucionalización, en la
que solo sirven los antibióticos para matar a las gonorreas.


Los policías de Colombia no estamos para eso.